Las palabras que la droga se llevó.

Escrito en colaboración con María Camila González.

“No me pesa haber conocido la calle, pero no se la deseo a nadie” afirma. Y luego su mirada se pierde en el atardecer bogotano que cae sobre  la plaza de bolívar. Sus rasgos desgastados y  sucios, reflejan el sufrimiento que significa vivir en la calle, el único lugar que si bien es gratis (hablando en términos de dinero) suele ser cobrado con algo de mayor trascendencia: la vida y la dignidad. Y confiesa, con tristeza,  que aquel es su más grande temor. La calle y la intemperie,  se han convertido en el monstruo de un pasado con el que vive a diario en  una habitación ubicada a unas cuadras de la plaza y que le cuesta 12 mil pesos semanales.
Carlos Eduardo Rodríguez es el hombre que se ha dedicado a narrar la historia de Colombia a cientos de turistas que transitan a diario por el barrio la candelaria. Su historia, como la de muchos de los habitantes de la calle, ha sido forjada a partir de malas decisiones y un pésimo compañero de camino: la droga. Carlos nació el 12 de noviembre de 1956 en el barrio Santa Isabel, estudió su primaria en el colegio Santa Rosa y su bachillerato en el Liceo Londres en el norte de Bogotá. En los últimos años de su bachillerato conoció a quien destruiría su vida por completo, “el mal necesario” que lo dejaría durmiendo en las calles y contando historias para poder sobrevivir: el dinero. “La ambición rompe el saco” afirma con desdén, quizá pensando en cómo sería su vida si no se hubiera dejado llevar por la codicia y la avaricia.  
Comenzó trabajando en San Andresito, zona comercial y de contrabando en el sur de Bogotá, y luego fue contratado como vendedor de chance. Era un  buen vendedor y recibía primas de 6 a 7 millones, no obstante, la ambición lo condujo por malos caminos, pues, al  no estar conforme con aquello que ganaba, inició manipulando los números de tal forma que pudiera ganar unos pesos extra. Sin embargo, la vida se lo cobró, y quedó en bancarrota.
Así pues, no tuvo más remedio que irse a vivir al lado del cartucho en una pieza que tenía un televisor, una cama y un equipo de sonido. “Tenía 140 camisetas y 140 vascas (cachuchas). Mis pantalones americanos y mis tenis americanos que me los mandaba la familia de allá y mi chaqueta Náutica” ropa que siempre tenía que compaginar a la perfección  “si tenía una gorra que decía Dodgers tenía una camiseta que decía Dodgers”. No era un hombre infeliz, vivía cómodo, y estaba buscando una manera de levantarse y salir adelante, sin embargo,  un suceso cambió el curso de la historia que él tenía planeada: “Una tarde cuando eran como las cinco o seis, estaba lloviznando, me fui a poner mi chaqueta y fui a la pieza y me encontré con un reguero, se llevaron todo y casi me matan; eran malosos.”

Después de haber perdido todas sus pertenencias en un  robo, se quedó en una hoguera día y medio hasta que  alguien se le acercó, preocupado, para saber qué le pasaba. Cuando Carlos Eduardo le contó su historia, éste le propuso que trabajaran mancomunadamente en la plaza de bolívar a ver si se podían ganar unos pesitos, y así fue que empezó transportando  a la gente, especialmente a las mujeres, de un lado a otro bajo una sombrilla, para protegerlos  de aquellos torrentes de agua imprevistos  que solo se ven en la capital colombiana. “ Era como una especie de paraguas taxi”, dice mientras esboza una sonrisa, y continua. “Cuando me di cuenta que aquí venían más de un millón de turistas de todas las partes del mundo, fui aprendiendo cosas y después de la teoría me fui a la práctica.” Comenzó entonces a recrear la historia de este país, y con el tiempo, fue reconocido no solo por ser un habitante de la calle, sino, por contar con sus palabras la historia de Colombia. Él supo transmitir lo que encontramos en los libros y en el conocimiento popular, a cada persona con rostro de extranjero.

Sin embargo, los pocos ingresos que recibe haciendo su trabajo, se van en “el vicio”, en el maldito vicio que se ha llevado a más de una persona a un hueco que consume sus existencias hasta la muerte. “Él se la pasa en la olla, allá en la ‘L’ donde se la pasa soplando” afirma con una tímida sonrisa, la vendedora de maíz de la plaza Mary Sorián. Carlos gasta la mayor parte de su dinero en drogas que compra y consume en la “L”, una cuadra situada a unos metros de lo que anteriormente se conocía como El Cartucho. Además de consumir narcóticos en este lugar, alquila la habitación donde  pasa la noche y deja las pocas pertenencias que el vicio y la adicción no le han podido quitar.

Actualmente, a sus 56 años, se encuentra realizando su trabajo de historiador callejero, se levanta todas las mañanas, y alimenta a sus dos hijos, que viven en la pieza del frente, y los envía al colegio. Recuerda con tristeza y odio a Clara Inés,  la mujer que lo abandonó al verlo caer en bancarrota, dejándolo a cargo de los dos pequeños. Afirma con amargura que sus errores no lo dejaron cumplir sus sueños, entre los que se encontraba estudiar medicina.

“La droga lo ha hecho un hombre solitario, no se habla con casi ninguno de los de aquí” dice Carmen Rodríguez vendedora de dulces de la Plaza de Bolívar. Sus gestos efectivamente evidencian una persona huraña y reservada en lo más profundo de su ser. Quizá si las drogas no se hubieran convertido en parte de su rutina, su dieta diaria, y un sujeto al cual entregarle toda su dedicación, y ganancias;  Carlos Rodríguez no sería el “Historiador de la Calle”, ni un ser colmado de soledad, sino un exitoso médico satisfecho de lo logrado a lo largo de su vida.


El tiempo lo ha convertido en un ser creyente de Dios, honesto y apesar del consumo de sustancias psicoactivas, trabajador. Habla con firmeza, sus ojos ya cansados por el sol, se dirigen al suelo y finalmente suplica que los jóvenes de ahora no se deben dejar arrastrar por la droga, debido a que solo los lleva a la miseria y al abandono, y aquella es una lección de vida muy dolorosa, pues en sus palabras  “La calle es la escuela más dura”.

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